Las reglas de la verdad
¿Dónde estará el zapato?
Me da vueltas todo y no puedo levantarme. Abro los ojos. No hay ni un ápice de luz. El dolor me sorprende cuando trato de moverme. «Algo no va bien, algo no va bien». —Me repito nerviosa. Pruebo primero con los dedos de mi mano derecha. No duelen. A continuación, con la izquierda y pasa lo mismo. «Vamos bien» —murmuro.
En el suelo parece que hay un libro y cristales. Es lo que percibo cuando palpo alrededor. Lejos de mí escucho el timbre de un móvil. «Parece el mío» —hablo bajo y con voz ronca. Presto atención al sonido y me doy cuenta de que está muy cerca. Me pongo nerviosa. Dejo de oírlo. «¡Dios mío! Y ¿ahora qué?».
Estoy inmóvil en el suelo. Soy incapaz de levantarme. Algo me lo impide. «¿Dónde estoy? ¿Estaré sola? ¿Habrá más gente?». Contengo la respiración unos segundos. «No escucho a nadie. ¡Definitivamente estoy sola!».
Vuelvo a oír el tono del móvil. «¡Oh, sí! Mi canción favorita». Me relaja. Me doy cuenta de que la estoy tarareando. De repente, un escalofrío recorre mi cuerpo. «Me duele, me duele mucho». ¡Me va a estallar la cabeza! —grito.
El miedo se apodera de mí. No quiero abrirlos. «Venga, ábrelos. No temas. Verás que es un sueño, se trata de un sueño» —abro los ojos despacio. «Mierda». Estoy en el mismo lugar. «Pero ¡qué idiota eres! Nunca aprenderás. ¿Quieres hacer algo en vez de lamentarte como siempre haces?».
Hago caso a la voz. Temblorosa, trato de mover mi cuerpo, pero no responde. «Venga, no decaigas. Lo conseguirás».
—¿Quieres dejar de hablarme? Me estás poniendo nerviosa. —Alzo la voz.
Hago otro intento. Esta vez consigo sentarme sobre el suelo. Esbozo una sonrisa y observo en derredor. Necesito acostumbrarme a la oscuridad. Llevo puesto el vestido de la fiesta de despedida de Sandra. Mi maravilloso vestido negro de tirantes. Justo debajo de mis pechos, a la altura de la cintura. Recuerdo que llevaba un cinturón de piedras plateadas que resaltaba mis caderas, pero ya no está.
Al tocarme las piernas me doy cuenta de que las medias están rotas. Sin embargo, no me importa. Las cruzo y compruebo que solo tengo un zapato. «No, no, no puede ser. Mis zapatos Louis Vuitton, no». Recuerdo el día que entré a la tienda. Pedí que trajeran mi número. Mientras la dependienta lo extraía de la caja mi respiración se aceleró. No lo podía creer. El zapato tenía un tacón de doce centímetros, de color negro con la suela roja. Había soñado tantas veces con este día… me sentí la mujer más feliz del mundo.
«¡Mierda! ¿Dónde estará el zapato»? Nerviosa, comienzo a buscarlo. El móvil suena otra vez. Esta vez consigo ver, a lo lejos, la pantalla iluminada. Me levanto como puedo. El esfuerzo hace que el latigazo en mi cabeza vuelva. El dolor me está volviendo loca. Aun así, consigo ponerme de pie. Respiro hondo. Exhalo lentamente y repito la operación varias veces.
He conseguido relajarme. Ahora toca averiguar dónde estoy. Me armo de valor y tras caminar tres o cuatro pasos encuentro una pared. «Parece que hay algo más de luz o son las ganas de salir de aquí. Al menos ya veo mejor. Sí, eso es.». Decido sentarme de nuevo en el suelo. Todo me da vueltas. Las ganas de vomitar arrecian. Al final, me controlo. Apoyo la cabeza en la pared. «Quiero irme de aquí». Empiezo a llorar. «Necesito hacerlo. Necesito soltar el miedo por algún lado».
Después de un largo rato me acostumbro a la oscuridad. Creo que hay un interruptor en la pared. Comienzo a gatear. «Para lo que hemos quedado». A mitad de camino me clavo algo en la palma derecha, «¡joder!» De rodillas, compruebo que se trata de un cristal. «Mierda, mierda y más mierda». No soporto la sangre. La siento correr por mi brazo y me da grima. Decido cortar un trozo de mi vestido y tapono la herida. «¡Dios, ¡qué dolor!». Enseguida me vendo la mano con un trozo de los cuatrocientos cincuenta euros que cuesta el vestido. «Mira, ya no solo es para lucirlo, también vale para no desangrarse». —Me dice la puñetera voz en la cabeza.
El móvil vuelve a sonar. Me había olvidado por completo de él. Cuando consigo acercarme veo que se está agotando la batería. «¡Maldita sea!». En la pantalla leo que es veintitrés de abril y son las 4:30 de la mañana. Lo desbloqueo y se apaga por completo. «No, el teléfono no» —grito como una loca. «¿Ahora qué?» —Guardo silencio.
Estoy mal sentada en un suelo que desconozco y me da asco. Tengo que tomar una decisión. Me acerco a la pared y en un intento desesperado descubro el interruptor. «¡Bingo!». Trato de encender la luz varias veces, pero es en vano. No funciona.
De la rabia, lo muevo arriba y abajo hasta que un chispazo ilumina durante un instante la habitación. Apenas ha sido suficiente para ver una silla en el centro. Me dirijo hacia ella. El suelo está mojado, pero no me paro. Respiro hondo y sigo hacia mi objetivo. Toco una cubierta dura. Mi primera reacción es gritar. Sin embargo, me contengo. Es un libro, se trata de un libro. Sonrío cuando me doy cuenta.
Estoy en el mismo lugar que desperté. Ignoro el libro y prosigo. Casi enseguida palpo un bolígrafo. Lo guardo entre las medias, puede valerme para mi defensa.
La silla no debe estar lejos y, en efecto, la encuentro enseguida. La agarro como si se me fuera la vida en ello. Tras mucho esfuerzo logro sentarme. «¡Objetivo conseguido!». Nunca hubiera imaginado que sentarse en una maldita silla fuera a ser tan gratificante.
La alegría dura poco porque escucho pasos. Alguien se acerca. Mi corazón galopa como un caballo desbocado. Es tan fuerte el latido que duele.
Escucho la puerta abrirse. Siento frío. De repente se ilumina la habitación y cierro los ojos. No aguanto tanta luz. Hago respiraciones rítmicas para calmarme y, justo cuando lo consigo, escucho una voz.
—¡Hola, Carla!